El Adviento constituye una Casa del Pan”,
un “Bethlehem”, un Belén esperanzador para nuestras vidas
Queridos
hermanos, hermanas, tengan ustedes todos un sereno y feliz comienzo del tiempo
de Adviento, “tiempo de María”
Puesto
que la esperanza da sentido, fortaleza interior (Cf I Tesalonicenses 3, 12-4, 2) y alegría de
verdad a nuestra vida, los invito a “hacer un alto” y considerar el comenzar
con ese espíritu este maravilloso “tiempo de María”, tiempo precisamente, de esperanza,
también penitencial, en el cual la misma liturgia se adecua, con mayor
sobriedad, para favorecer la reflexión, la meditación, el recogimiento, la
conversión, transformación, de los corazones, que nos lleven a recibir al Niño
naciente. Se ha cumplido la promesa del Señor a Jeremías (Cf Jer 33, 14-16)
pues la germinación de justicia y bondad que Él suscitó ya nos ha liberado, y
viene. Sí, Él viene con el poder del Amor.
Veamos
nuestro acontecer diario. Hay muchas fatigas. No pocas veces hay dificultades
que llevamos con pesadez, ansiedad, y corremos el riesgo de “perder horizonte”.
Incluso puede acosarnos el frenesí. ¿Es digno el vivir de ese modo?. ¿Podríamos
trabajar nuestro convencimiento para vivir “de forma distinta”, y si es así, de
qué forma?. Pienso que mucho nos reconstituirá por dentro el detenernos un
poco, a ver cómo reforzar (o recuperar) la esperanza verdadera, la cual es muy
diferente de esa caricatura pseudoesperanzada de la “expectativa anxiógena”, de
la fragmentación psicológica e incluso espiritual, a las cuales nos somete el
mismo frenético modo de “durar en lucha” más que de “vivir” (de hecho, las
ansias en cierto modo son sintomáticas de disturbios, en todos los órdenes de
la vida humana). Claro, este cambio no resultará cual simple fruto de nuestro
esfuerzo, es la Gracia la que tiene la preminencia, es la Gracia y el Don del
Espíritu. Por eso, los invito a tomar muy en serio el querer recibir “la gracia
especial” serenadora y sanante, de este tiempo propicio (es decir, de este “kairós”,
como nos lo dice la Biblia).
Tenemos para lo anterior una
poderosísima ayuda. María, la Madre y Señora, nos guía hoy de modo
especialmente luminoso. María “la Mujer de la espera”, es, así, la imagen de la
Iglesia que a su vez transmite y propaga la belleza del Salvador, y que con
este vigor que viene de lo profundo, produce liberación. Hay mucho estruendo en
nuestras conciencias, en nuestro psiquismo y en nuestro espíritu. Liberémonos
del estruendo, revivamos la belleza de la oración, como lo hemos hecho en el
rezo de las vísperas cantadas en la misa en la iglesia catedral, un modo en el
que hemos visto con los ojos de la fe cómo el espíritu recibe liberación con la
oración sálmica, lo cual decía ya el Padre de la Iglesia San Juan Crisóstomo: “Nada eleva el
alma, le da alas, le aleja de la tierra, le libera de los lazos del cuerpo y le
invita a meditar, a pensar adecuadamente las cosas de este mundo, como la
armonía (…) que expresa la divina melodía con mesura”[1].
Detengámonos
un poco a considerar… Liberémonos, o, mejor, dejémonos liberar, de las
ansiedades que nos acosan. Dios es eterno. Su salvación, realizada en Cristo, “ad-viene”,
viene hacia nosotros, en el corazón de los acontecimientos de nuestra historia,
para encaminarnos al encuentro de Quien nos amó primero, quien nos da de su
Espíritu de consuelo, quien ·”llegó”, “está” y a la vez , en el sentido de la
esperanza, “se acerca”, hasta que la historia del mundo llegue a ese fin el
cual a la vez iniciará una plenitud, en el eterno presente de Dios, instante
del que “no conocemos ni el día ni la
hora” (Cf Mt 25, 13). Pidamos el Don del aumento de nuestra fe, en el Año
de la Fe.
LLEVAR LA LUZ DE BETHLEHEM..
LA CASA DEL PAN
El Adviento nos potencia y nos previene, y lo hace
“afianzándonos”. ¿Qué actitud se requiere de nosotros?. Más que el optimismo naïf, siempre es el realismo de la esperanza, en la fe, el que nos alimenta y consolida.
El Adviento nos alimenta, pues desde esa perspectiva constituye como una
renovada “Casa del Pan”, una “Bethlehem”, un Belén esperanzador.
Adviento nos alimenta y nos previene respecto del
optimismo desmesurado como del pesimismo desesperanzado y del nihilismo; pensémoslo,
porque no pocas veces nos asaltan tentaciones, de “no querer ver”, lo cual pareciera,
al menos en primera instancia, menos problemático para nuestras vidas, pero no
es así. En cambio si nos atrevemos, si osamos mirarnos a nosotros mismos y luego no quedarnos dentro
sino salir para abrirnos a la luz de la verdad (lo cual no es tan frecuente, se
requiere valor para hacerlo), entonces constataremos cuánta necesidad de
sanación, de conversión, hay en nosotros (y en los demás). Osemos también verlo
en lo que concierne a nuestra misión en la Iglesia, lejos del optimismo
artificial y del pesimismo, como nos lo aconseja este pensamiento: “(…) hay un optimismo fácil y muy artificial,
el cual presupone que todo es bueno y que todos nosotros somos buenos. No es
ésta la realidad del hombre de hoy. Si fuera así, no tendríamos droga, ni
suicidios (…) Cómo sería agradable hablar sólo de cosas buenas y bellas. Mas
los hombres vienen a nosotros porque sufren y necesitan una respuesta verdadera
a sus pena profundas (…) Necesitamos tener una fuerza nueva, estar convencidos
que tenemos en nuestras manos los medios para curar a los hombres, que es
nuestro deber entregarles esta palabra de salvación y que ella es
verdaderamente muy necesaria para el hombre (…)”[2].
En este contexto de “fuerza nueva”, para la figura de la luz,
hemos previsto un símbolo coadyuvante con el cual comenzar el Adviento. Hoy hemos
un gesto especial en nuestra iglesia catedral de Santa Florentina, un símbolo: “la luz de la paz de Belén” que cada año un
niño scout austríaco enciende en la
gruta del Nacimiento de Jesús en Belén y la lleva hasta ese país, Austria,
desde donde, en una ceremonia que profundiza en el ecumenismo y el diálogo
intercultural e interreligioso, se distribuye luego a parroquias, hogares
particulares, hospitales, asilos, prisiones...
Con esa luz hemos encendido hoy por
la tarde el primer cirio, el azul, de la “corona de Adviento” en el presbiterio
de la iglesia. ¡Es un gesto que respira amor!. Lo hacemos con agrado, tanto más
en presencia de tantos niños que asistieron (scouts y muchos otros) pues el
símbolo sirve y vale si lo sabemos apreciar, y sobre todo si queremos realizar
“lo que simboliza”. El
símbolo tiene “algo” de lo simbolizado; en el gesto de la “luz de la paz de Belén”
de Galilea, hay algo del trascendental belleza, definida como quae visa placent[3], hay, diríamos, una simbólica contagiosa chispa del esplendor
de la verdad.
Pero la Liturgia del Adviento es el
“gran símbolo”. Para nosotros, en la plenitud de Cristo, nos hace reflexionar,
con una renovada luz, en lo más importante, que es entregarnos a la adoración de Dios. La plenitud la
tenemos, sólo debemos dejar entrar en nosotros la Presencia real, vivir de la
Presencia eucarística, dejar entrar en nuestros corazones la relación
intrínseca, amorosa, entre la eucaristía y la adoración[4].
Pastores y fieles nos comprometemos
en este nuevo Adviento a llevar luz, pues esparcir obscuridad es lisa y
llanamente una emanación del pecado. En especial a los consagrados, les
recuerdo, me lo recuerdo a mi mismo, comprometámonos más, con mayor fervor, ése
que caracteriza a la “nueva evangelización” a ser “luz y sal”, como nos lo
pidió Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, el
cual vino para salvar a su pueblo de sus pecados (Cf. Mt
1,21) y para santificar a todos los
hombres.
Sintámonos deudores para con una
misión recibida pues como Él ha sido enviado por el Padre, así envió a sus
apóstoles (Cf. Jn 20,21), a los que
santificó, dándoles el Espíritu Santo, a fin de que, a su vez, glorificasen al
Padre en la tierra y salvaran a los hombres, «por
medio de la edificación de su cuerpo» (Ef 4,12), que es la Iglesia.
Entonces el obispo también desea
decirles esto: que hoy quiere expresar ante ustedes su necesidad de conversión
y renovada misión como profeta y servidor, porque los obispos, puestos por el
Espíritu Santo, suceden a los apóstoles como pastores de almas, y junto al Sumo
Pontífice y bajo su autoridad tienen la misión de perpetuar la obra de Cristo,
Pastor Eterno, y es por eso que son auténticos maestros de la fe, pontífices y
pastores[5]. Convencido de este servicio al que el
Señor nos llama y al cual le hemos entregado la vida, les digo que hoy, aquí, el
símbolo de la luz nos recuerda que esta iglesia catedral es también Casa del
Pan para la diócesis, la Iglesia misma es Casa del Pan, Bethlehem, para la humanidad, para llevar en la misión, la Luz de
Cristo.
EL
FIN DE “UN MUNDO” SIGNADO POR EL EGOÍSMO
En la Palabra
de este primer Domingo de Adviento hubo referencia a “un fin”. ¿Hemos escuchado
con atención el Evangelio?. La liturgia inicia hoy la celebración del primer
domingo de Adviento, con un trozo del Evangelio de Lucas (Lc 21,
25-28. 34-36). “Llegarán los días…” nos dijo el Señor, invitándonos a estar
despiertos, prevenidos, invitándonos a la vigilancia;
más que sucumbir al miedo, a vigilar, velar.
“Todo se pasa, Dios no se muda” nos
enseñó en poesía Santa Teresa de Jesús. Este mundo pasa, todos nuestros
acontecimientos, tan significativos, de tanto peso y espesor que son, o que
simbolizan o significan para nosotros, también pasan, por no decir cuán presto,
si nos fijamos bien, pasamos nosotros por este mundo. Tempus fugit, huye velozmente, y qué pena da el ver que no poca
gente (¿algunos consagrados pueden estar afectados también por ello?) parece
“transcurrir” su tiempo “como si Dios no existiera” o bien como si “nuestro
tiempo” fuera “un vacío a llenar con nuestro propio “relleno”.
Pero vacío,
en sí, no hay. Con divina sabiduría, el Evangelio nos invita a vivir con
plenitud, el cristianismo es plenitud. Y si en realidad hemos escuchado (shemá) el Evangelio de hoy, descubrimos
que Jesús anuncia para un “cuando” que sólo el Dios Altísimo conoce, la
inminencia de su retorno como “en gloria presencial” (Kebod, Shekihah, ambas juntas), y esto con un previo proceso, el de
nuestra historia, la historia del mundo, es decir, un iter… que se desarrolla en el tiempo, hasta que su Aparecimiento
sea anunciado “a la voz del Arcángel y al
son de la trompeta de Dios” (Cf 1 Tes 4, 16).
¿Y mientras
tanto –podemos preguntarnos- cómo obrar?. Orar y vivir, trabajar y amar. El
pasaje evangélico de este primer Domingo del Adviento se despliega a la manera
de un “díptico”, presentando, por un lado, una especie de “de-creación”
cósmica, y una “re-construcción” sobrenatural, con “la Venida”. Mientras tanto,
y sabiendo que, en cierto sentido y en cierta medida, algo de cada uno de los
postigos de ese “díptico” a venir, ya los vivimos día a día, crezcamos en la fe,
no nos dejemos ganar por el miedo o la desesperanza, y sepamos que lo único que
puede destruirnos es el pecado como alejamiento de Dios y de su Amor, como
“frustración” en lo particular de nuestras vidas, del proyecto de la divina
Sapiencia.
En síntesis,
podrían incluso caer a plomo los astros que Dios mismo colocó en el firmamento,
podrán desencadenarse los elementos en la tierra (todo eso, si Él lo quiere o
permite, será para un mayor bien, en su “Proyecto”).
Pero, como
tal, es el pecado en tanto negación, aversión, rechazo al Amor divino y sus
consecuencias, lo único que atrae des-construcción, lo que provoca la muerte
del alma. Aunque se cayera el mundo material, aun así, en su caída, ésta, por
vertiginosa y potente que fuere, nunca podría destruir nuestra unión con
Cristo, si confiamos de verdad en Él. Dios es fiel, admiremos su “fidelidad”
(el bíblico emét), ni un cabello de
nuestra cabeza cae sin su permiso.
Creo que uno de los sentidos convergentes que podemos dar
al pasaje evangélico –también aunque no sólo- es que en cada Adviento “muere” y
“termina”, “cae” un mundo signado por el egoísmo, y el odio, y renace, por la
fidelidad de Dios, la reconciliación. Un día terminará el mundo y vendrá el
Justo Juez. En este tiempo, mientras tanto, la Iglesia, dentro de los
particulares espacios para la belleza que nos proporciona, nos da en el
Adviento la armonía en la justa proporción, para poder admirar la Liturgia y no
caer en el puro activismo; así como tampoco en la pereza y las omisiones, tan
letales.
La Iglesia, diría, nos presenta en el Adviento a
considerar “la actitud del que admira”, como decía ese muy buen teólogo y gran
persona que fue el (difunto) Padre Servais Pinckaers: “La admiración constituye a nuestro parecer la fuente más profunda de la
energía y de la calidad (…); ningún imperativo se la puede igualar (…) Dime lo
que admiras y te diré quién eres”[6]. En este aspecto, la fe implica también admiración, en
la medida en que ésta “nos abre” más y más, con humildad, a la luz de Dios.
Contemplativos para la acción (como decía el Cardenal
Eduardo Pironio), pienso que así hemos de ser. Por eso, la actitud admirativa
acerca de las obras de Dios, proyecta “un rayo de luz”, como ese rayo al que se
refiere el Papa Benedicto XVI en Porta
Fidei, aludiendo a la carta de Pedro: “Las
palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por
ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas;
así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es
perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la
revelación de Jesucristo (…) alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación
de vuestras almas» (1 P 1, 6-9)”[7].
JESÚS, EL ALFA Y OMEGA, VIENE
La otra cara
del díptico, como hemos dado en llamarlo, del Evangelio de hoy, nos habla de la
venida del Hijo del hombre: “sobre una
nube, lleno de poder y de gloria”. Lo creemos, lo esperamos. Mientras
tanto, ciertos de la Resurrección gloriosa, nuestra conversión consistirá en
“abrirnos de corazón” al proyecto de Cristo, el proyecto de un mundo nuevo y de la nueva creación; abrirnos,
en última instancia, y permítanme que lo repita, pues ya lo he dicho, “a la adoración”, que nos abre a
horizontes infinitos…. A decir verdad, podríamos considerar que si
testimoniáramos más y con mayor realidad irradiante esto dicho, con seguridad no
habría en el mundo que nos rodea tanto vacío existencial.
La entera
Liturgia nos lleva a amar y adorar, a dignificarnos y a dignificar, tal como en
una oportunidad lo dijera el Papa Pablo VI:
“De nada serviría la reforma litúrgica si no
aumentaran en la Iglesia los verdaderos adoradores del Padre en espíritu y
verdad, conscientes de su dignidad de miembros del Cristo, que está presente de
modo eminente en la comunidad del culto y ofrece con nosotros su sacrificio a
Dios”[8].
Por cierto, dicho último pero no menos importante, la
Liturgia nos lleva a la vida, a realizar en la vida la caridad de Cristo, que
nos apremia, la caridad interpersonal, social, al amor hasta que duela, hasta
dar la vida, como en una “teodramática” a la manera de Von Balthasar, con ese teo-dramatismo del Sí, del “Amén”.
Será entonces la
ocasión de contemplar este misterio, en este Adviento, con la viva admiración como
a una viviente obra de arte, la cual, precisamente por serlo, como decía M. D.
Philippe, nos “lleva al misterio del cuerpo glorioso de Cristo”[9].
Dios es fiel, su fidelidad es grande, tengamos confianza
en el Señor, por difíciles que sean las circunstancias que nos toca vivir (y lo
son). Obremos en consecuencia, en las circunstancias concretas de nuestra vida,
con la Cruz Pascual que el Señor nos dé, sea como fuere el devenir de la figura
de este mundo, orando y trabajando por la realización, muy noble, leal,
realística y esperanzada, de la “luz de la paz de Bethlehem” porque, al final, en última instancia, nos sucediera lo
que nos sucediera: ¿quién podrá separarnos de Dios?.
Estamos unidos al Señor, el Principio y el Fin; el que
es, y que era, y que viene, el Todopoderoso. Él nos ha salvado; Él viene. Nada
puede separarnos de su Amor. Con la ayuda materna de la Virgen Madre de la
Iglesia, a quien le imploramos protección, guía, que nos tenga de su mano
amorosa, a nosotros, nuestras familias, nuestras comunidades.
+Oscar
Sarlinga
Sábado
1ro de diciembre de 2012, víspera del I Domingo de Adviento
[2]
J. RATZINGER- Davanti
al protagonista. Alle radici della liturgia. Cantagalli. Sena 2009, pp. 59.
60. 61.
[4]
Cf. BENEDICTO
XVI, Adhortatio apostolica Sacramentum
caritatis (22-II-2007), n. 66: AAS 99 (2007) 155-156.
[5]
Cf. CONC. VAT. II, Cost. dogm. sobre la Iglesia Lumen
Gentium, cap. III, nn.
21, 24, 25: AAS 57 (1965), pp. 24-25.29-31 [pag. 163ss, 173ss].
[7]
BENEDICTO XVI, Carta Apostólica en forma motu
proprio PORTA FIDEI con la que se convoca al Año de la Fe, dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año
2011, n. 25.
No hay comentarios:
Publicar un comentario